Hoy estoy segura, segurísima de que nací con un libro en la mano. Tengo recuerdos de cuando tenía menos de tres años y mi madre y mi padre me llevaban a lo que hoy sería, supongo, algo parecido a una escuela de preinfantil. Lo que pasa en que en esos años de 1968, más o menos, eso no existía. Así es que como mi padre trabajaba fuera de casa y mi madre trabajaba dentro y fuera de casa, pues a mí me llevaban cada mañana al “cole”, ese cole que consistía en ir a un piso donde una mujer, mi querida “señorita” me enseñaba todas esas cosas que ya, desde los tres años yo quería aprender.
Y allá iba yo, lo recuerdo perfectamente, con mi cartera de los Telerines, azul, y ¡tan bonita me parecía!, y con mi cuaderno para empezar a aprender a leer y a escribir. Y siempre, siempre, con un libro de cuentos. Al principio eran de muy pocas páginas, os diría que casi no llegaban a las ocho páginas y, encima, tenían la forma del libro de cuentos, osea que no eran libros rectangulares, o cuadrados, eran libros con esa forma de árbol, o no sé de qué forma eran, pero se abrían buscando casi la historia que te ibas a encontrar dentro.
Creo que eso marcó mi profundo idilio y amor verdadero con los libros. Nada hay que me complazca más que abrir un libro y oler su perfume. Eso, lo primero. Después, acaricio sus páginas porque sé que detrás hay un montón de dedicación y de cariño que alguien ha decidido entregarnos. Y no, claro que no vale cualquier libro. Pero todas las personas son libres de intentarlo y de hacerlo, incluso, eso de escribir un libro. Otra cosa es que cuando llegue a las personas que los leemos consiga embriagarnos con su olor, con su tacto y con su mensaje, ese que, da igual que sea rectangular, cuadrado o en forma de árbol, ese que nunca, cuando lo lees, se te olvida jamás…
¡Feliz Día del Libro!
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